Es curioso cómo, en pleno siglo XXI, aquellos que enarbolan la bandera de la justicia social y los derechos humanos parecen obsesionarse con una reforma constitucional que, en lugar de empoderar al ciudadano, lo deja prácticamente a merced de las decisiones del gobierno. Resulta irónico que sea la llamada Cuarta Transformación (4T) —la que prometía representar al pueblo— quien ahora está enfocada en limitar las herramientas que protegen al mismo pueblo de los abusos de poder. Claro, en un gobierno que se autoproclama defensor de los derechos de los ciudadanos, uno pensaría que el objetivo sería fortalecer esas garantías; pero parece que nos equivocamos.

A lo largo de la historia moderna, el constitucionalismo se ha consolidado como el mejor antídoto contra el totalitarismo, buscando que ningún gobierno tome decisiones arbitrarias sin el contrapeso de la ley. Para eso, se han creado mecanismos como el Habeas corpus y, en México, el juicio de amparo; instrumentos que permiten que el ciudadano se defienda de la autoridad, sin importar cuán nobles o revolucionarias sean las intenciones del gobierno en turno. Estos recursos, lejos de ser un capricho burgués, son la última línea de defensa ante los actos de autoridad que podrían resultar, digamos, “inconvenientes” para la ciudadanía. Pero, al parecer, algunos ven a estos mecanismos más como una molestia que como una garantía.

Es especialmente paradójico que, cuando en teoría deberíamos estar avanzando en el respeto y la progresividad de los derechos humanos —un principio que establece que los derechos se amplían, no se reducen—, el gobierno de la 4T nos ofrece una reinterpretación refrescante. Según su visión, resulta que esos “estorbos” del amparo y las defensas legales en realidad obstaculizan el avance de la “voluntad popular”. ¡Qué ironía! Nos vendieron una transformación, pero parece que lo único que quieren transformar es el derecho de los ciudadanos a defenderse contra el Estado.

¿Y cómo olvidar el tema de la progresividad de los derechos humanos? Este principio, consagrado en nuestra Constitución, busca que los derechos de los ciudadanos sean cada vez más robustos y completos. En lugar de que las herramientas de defensa se vayan recortando o limitando, deberían ser cada vez más accesibles, especialmente en un gobierno que se llama “progresista”. Sin embargo, la 4T parece haberse inspirado en el concepto de “progresividad” de manera algo… selectiva. Si se tratara de que los ciudadanos tuvieran menos recursos para oponerse a decisiones gubernamentales, parece que la progresividad se convierte en una conveniente regresión.

Entonces, mientras el discurso oficial clama a los cuatro vientos que este es un gobierno del pueblo, resulta que sus políticas tienden a reducir las garantías que los ciudadanos tienen para oponerse a sus actos. ¿No era la izquierda quien históricamente se había opuesto a los abusos de poder y defendía los derechos humanos con pasión? Pues al parecer, la 4T y sus herederos interpretaron este principio como “haremos lo que el pueblo quiere, siempre y cuando no critique nuestras decisiones.”

Además, pareciera que desde el discurso oficial se nos insta a confiar ciegamente en las decisiones del poder, incluso si estas provienen de reformas constitucionales. En otras palabras, si la Constitución se reforma para consolidar el poder, entonces no solo es legal, ¡es casi un deber aceptarlo! Y si un ciudadano osara cuestionar o defenderse contra esta nueva realidad, entonces se le está oponiendo a la voluntad del pueblo. Un razonamiento redondo, sin duda.

En definitiva, los controles constitucionales que existen para proteger la legalidad se vuelven casi un estorbo bajo esta nueva lógica. En lugar de ser instrumentos de justicia y equilibrio, se perciben como un obstáculo incómodo que bloquea la “transformación” que nos prometieron. Uno pensaría que un gobierno que se autodenomina progresista querría fortalecer estas defensas, pero parece que ese ideal quedó atrás, perdido en algún discurso de campaña. Mientras tanto, seguimos esperando, con una pizca de sarcasmo y mucha ironía, que la promesa de representar al pueblo se traduzca en un sistema que realmente lo proteja, y no en uno que lo debilite bajo el pretexto de la “voluntad popular”.


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